viernes, 22 de noviembre de 2013



¿Recuerdas aquel agujero en el bolsillo de tu abrigo? ¿Aquel por donde se solían caer las monedas, las canicas y todo aquello que guardabas? ¿Lo recuerdas? Pues bien, eso somos muchas personas. Rotos, tela agujereada o seda suavemente rasgada. Algodón, encaje, cachemir, nailón, franela, qué más da. El material es lo de menos, todos se rompen igual.
Algunos rotos son a la altura del corazón, fáciles de ver y de percibir, causa de alguna ingrata sorpresa que te deja al borde de la muerte; otros son por la espalda, tal y como se reciben las puñaladas, las traiciones y demás clases de decepciones. También existen aquellos situados bajo el pulmón, consecuencia de la falta de alguien, del echar de menos y de todo aquello que al irse deja un vacío que te impide respirar como solías hacerlo. Por otro lado, están los del cuello: cortes perfectos, rápidos, limpios y profundos, causados por aquello que en un principio advertía peligro, pero que como todo lo peligroso, sonaba tentador. También están los rotos menores, de fácil arreglo, que apenas se ven y que son tan temporales como el dolor que se siente cuando te golpeas con algo.
Todos estos descosidos, desgarrados o cómo quieras llamarlos, hacen daño en algún momento, son remendados una y otra vez, cosidos hasta cerrar las heridas que un día dejaron ver las debilidades que se escondían tras ellos y que dejaron en su defecto, cicatrices que te recordarán lo que no debes hacer en un futuro, aún sabiendo que la naturaleza humana tenga la torpeza de caer dos veces con la misma piedra. Así, todos estamos rotos en algún momento y nadie se va a conseguir librar de esta regla universal por mucho que intente huir de ella.
Sin embargo existen otros tipos de rotos, heridas silenciosas que están ahí a pesar de que no queramos verlas. ¿Qué es de aquellos agujeros que se encuentran ocultos en nuestros bolsillos y que solo tú puedes ver, sentir y sufrir? ¿Qué es de ellos? Están ahí a pesar de que los demás no puedan ni siquiera percibirlos. Existen, hacen daño y hieren incluso más que los que todo el mundo ve. Se padecen en voz baja, se sobrellevan y al final acaban por generar otros agujeros aún más grandes. Te hunden, te matan y lo peor de todo es que nadie los remienda. Al principio no les damos importancia, pensando que el tiempo será la aguja y el hilo que los recompondrá, pero al final acaban por rasgarnos de pies a cabeza y entonces, ya es demasiado tarde.

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