miércoles, 17 de abril de 2013

«Cada vez que un niño dice “yo no creo en las hadas” hay un hada en algún lado que cae muerta»






“Todos los niños crecen, excepto uno”.  Repítete esa frase muchas veces en tu cabeza, tantas como haga falta para que el mensaje se te quede grabado en lo más profundo de tu mente. Tanto, hasta llegar a  comprender que J.M Barrie solo dijo verdades desde la primera línea que escribió de Peter Pan. 


Todos los niños crecen, todos crecemos, y la única excepción, ese uno, es Peter Pan. Nadie más. El resto solo somos ese generalizado “todo”, por mucho que nos duela y por mucho que no queramos creerlo. Somos ese Capitán Garfio, los que acabamos devorados por el tiempo, la peor y más efectiva bestia de todas. El cocodrilo nos despedaza parte por parte, año tras año, al compás de un tic tac que marca el paso de nuestra vida, el paso de nuestra infancia. Y como el Capitán Garfío, envidiamos a Peter Pan. 
 Envidiamos su suerte, su decisión de no crecer nunca, su libertad, su felicidad, el hecho de que él puede volar mientras nosotros no podemos despegar los pies del suelo. Le envidiamos hasta el punto de querer ser él aún sabiendo que no podemos. En verdad, el enemigo al que tanto hemos odiado cuando éramos niños, acabamos siéndolo nosotros mismos, o mejor dicho, siempre lo hemos sido, desde el momento en que alguien nos dijo “¿Por qué no puedes quedarte así para siempre?”, tal y como la señora Darling le dijo a Wendy con dos años, y tal y como J.M Barrie aseguró que “Los dos años marcan el principio del fin.”


Dicen que Barrie le dijo a uno de los niños Llewelyn Davies: “En algún momento de estos últimos 30 segundos te has convertido en adulto”. Y es que solo eso hace falta para pasar de ser un niño a un adulto. 30 ridículos segundos. 30 segundos que son el comienzo del fin, el comienzo de las preocupaciones, el fin de los juegos de indios; el comienzo de las responsabilidades, el fin de los cuentos de sirenas; el comienzo de las amistades verdaderas,el fin de nuestros niños perdidos; el comienzo de la madurez, el fin que supone la muerte de nuestras hadas. No podemos tener nada real, ni tampoco nada propio, si queremos seguir siendo niños.


Lo más cerca que Peter Pan estuvo de crecer, fue el momento en el que se planteó irse con Wendy, cuando quiso preocuparse de alguien más que de sí mismo y empezar a tener una responsabilidad, algo que directamente lo convertiría en adulto. Algo que pudo ocurrir en solo 30 segundos por una simple decisión que a ojos de todos parece de lo más sencilla. Sin embargo, durante ese tiempo en el que él se estaba replanteando crecer, Campanilla fue secuestrada por nada más y nada menos que el capitán Garfio, la edad adulta personificada, y por unos segundos, su luz se apagó, los mismos segundos en los que Peter fue adulto en su vida. Esos treinta segundos en los que a Peter le dio tiempo a rectificar, en los que fue capaz de sacar fuerzas y murmurar: “yo creo en las hadas”. La frase que le devolvió su niñez, su infancia, que le devolvió su hada. La frase que puso punto y final al comienzo del fin y que le hizo eterno. Rechazó a Wendy porque era lo que debía hacer si quería seguir volando, seguir siendo niño, seguir siendo indestructible. 


No puedes tenerlo todo, eso es una regla esencial de la vida, pero sobre todo, no puedes tener responsabilidad si quieres ser un niño. Wendy volvió después de casi hacerse pirata, dejó de volar, se hizo adulta. Como Garfio.
Peter se quedó, al contrario que hizo cuando escuchó a sus padres hablar sobre su futuro y se vio obligado a huir a los Kensington Gardens en busca de su Campanilla. Peter decidió ser la excepción, no tenerle miedo al cocodrilo, ni tampoco a la muerte; decidió quedarse encerrado en un cuerpo de niño para siempre, romper las reglas establecidas y vivir sin preocupaciones.


Cuentan que un día J.M Barrie les dijo a los niños Llewelyn Davies “Morir debe ser una gran aventura” y que les hizo la promesa de que cuando murieran, él mismo les llevaría a Nunca Jamás. Sería su cielo particular, su regreso a la infancia. Por eso no había que tener miedo a la muerte, porque al final todos tendríamos nuestro Nunca Jamás esperándonos, al final del todo, donde solo la mente de un niño puede llegar a imaginar. Allí, donde nunca llegan las cartas, a"la segunda estrella a la derecha todo recto hasta el amanecer".

viernes, 12 de abril de 2013

"Solo al soñar tenemos libertad, siempre fue así y siempre así será."


Deja lo que estés haciendo, no pienses en nada, deja tu mente en blanco. Tomáte un respiro, cierra los ojos, visualiza el lugar en el que te gustaría estar en este momento y teletransportate a él. Como si no hicieran falta aviones, ni trenes, ni coches. Acorta los kilómetros hasta el punto de creer que estás en ese determinado sitio en este determinado momento. No escuches lo que hay a tu alrededor, como mucho recuerda una de esas canciones que siempre has pensado que serían perfectas como banda sonora de algún buen momento. Hazla sonar en tu cabeza. Piensa en todo lo que podrías hacer en ese lugar, dibuja los edificios, recrea los sonidos, inventa los olores, crea una atmósfera. Imagina. Regálate este instante que tanto te gustaría estar viviendo. "Haz las maletas" y vete lejos con tu mente. Lejos de todo, de tus preocupaciones, de tus estudios, de tus pensamientos, de tus agobios, de tu vida. Relájate. Toma aire. Sueña. Huye a donde las circunstancias no te dejan estar en este preciso momento, haz lo que no puedes hacer, rompe las reglas espacio-tiempo y sé feliz momentáneamente. Dale unas vacaciones a tu cuerpo de la mejor manera que puedas, no importa cuál sea el lugar, solo importa el hecho de que te sientes bien y que, algún día, esa imagen dejará de ser una ilusión y será realidad. Lo prometo.